Una pequeña travesura
I
—Me
están desafiando, Mu.
—No lo
hacen porque sospechen de tu secreto. Son niños, y como tales,
traviesos —dijo el búho.
—Yo fui
niño y no hacía estas cosas. Estos no son niños, son bárbaros.
¡Son animales!
Mu miró
con desaprobación al viejo.
—Es una
forma de decir, Mu. No te enojes. Sabes lo que quiero decir. Ya hemos
tenido esa discusión antes —dijo el viejo al notar la acerada
mirada el búho.
—Discusión
que parece haber caído, una vez más, en saco roto.
—¡Oh
Mu! —bramó el viejo levantando los brazos con los puños
cerrados—. ¿Tienes ganas de pelear? Sabes muy bien que lo de
animales es una metáfora, una figura,... u, una imagen. Si estos
bárbaros fueran animales no harían las cosas que hacen.
Un
estallido los sobresalto de repente haciendo que el viejo se arrojara
instintivamente al suelo cubriéndose la cabeza con las manos. Lo que
lo salvó de recibir un ladrillazo en la sien. Mu revoloteó y huyó
a esconderse en la chimenea mientras procuraba esquivar los miles de
trozos de vidrio en que se había convertido la ventana de la sala y
que caían como lluvia.
—¿Traviesos?
¡Ja! —increpó el viejo al búho, que lo miraba desconcertado
desde su oscuro escondite; los ojos como faroles—. Lo siento Mu,
pero se acabó. Ahora van a saber esas bestias quien es Flubert
Centurión —dijo levantándose y sacudiéndose los vidrios.
—No
hagas nada de lo que vayas a arrepentirte luego —dijo el búho—.
Respira hondo y cuenta hasta quinientos ochenta y cinco.
Flubert lo
miró con una extraña mueca.
—¿Que
no era treinta y tres?
—Si,
pero dado tu estado de alteración, necesitas contar un poco más.
—Si
cuento hasta quinientos ochenta y cinco me quedo sin casa.
—Mejor
eso que otra temporada en el limbo, Flubert.
—¿Serás
capaz? ¿Vas a acusarme?
—Es mi
trabajo
—¿Es
que no ves que me están atacando? ¿Acaso no puedo defenderme? ¿No
tengo el derecho?
—Tienes
el derecho, pero no de la forma en que estás pensando.
—¿Y que
otra opción tengo, eh? ¿Acaso no me has visto? ¿No ves que soy un
viejo enclenque? ¿Pretendes que vaya a correrlos y darles de
patadas? En mis años de juventud lo habría hecho sin problemas,
pero ahora es más probable que ellos me den de patadas a mi.
—Ve a
hablar con sus padres.
—¡Ja!
¡Esos son más bárbaros aún!
—¿Lo
intentaste? —preguntó el búho. Flubert refunfuñó.
—No
valdrá la pena —rezongó el viejo con los dientes apretados.
—¿Cómo
lo sabes? —preguntó Mu abandonando su escondite y acomodándose
las plumas.
—Sentido
común. No hace falta ser adivino para deducir que hablar con los
progenitores de esas bestias será una auténtica perdida de tiempo.
—No
pierdes nada con intentarlo— dijo Mu mientras se acomodaba en su
percha. Flubert mascullaba malhumorado.
—Muy
bien. ¡Iré! —dijo el viejo tras unos minutos de gruñidos y
juramentos.
Media hora
después, Flubert entraba por la puerta de la casa. Su rostro
mostraba sorpresa.
—¿Y?
—preguntó el búho desperezándose y mirándolo expectante.
—Tenías
razón —dijo con asombro—. La verdad no me lo esperaba.
Generalmente el refrán “De tal palo tal astilla” se cumple a
rajatabla, y los niños bárbaros suelen tener padres bárbaros.
Aunque no lo creas, me han escuchado. Y aún me han dado la razón.
¡Increíble!
—Pues
tendrás que rever tus conceptos, Flubert. ¿Ves como siempre hay
excepciones a la regla? Debes aprender que en la vida hay matices. No
puedes dividir todo en blanco o negro. También debes saber ver los
grises —dijo Mu antes de que un desvencijado sillón irrumpiera por
la ventana como una tromba arrancándolo de la percha y estrellándolo
contra la mesa atestada de libros que Flubert tenía a modo de
improvisada biblioteca en la sala.
El viejo
miró la escena con la boca abierta. Paralizado por la sorpresa.
—¿Que grises? —fue lo único que pudo articular.
—¡Eeeh!
¡Centurión! ¡Viejo de mierda! Eso te lo tienes merecido por
venirme a decir como debo educar a mi hijos. ¡Vamos muchachos!
Enséñenle a este vejestorio cara de aceituna griega como nos la
cobramos los Petrucci cuando nos tocan el honor —aulló Pico
Petrucci y, acto seguido, entraron por la ventana haciendo añicos
los pocos cristales que quedaban, los siguientes objetos: un féretro,
una silla de ruedas y un inodoro.
—¡Hey!
¡Que falto yo! —berreó una voz aguda capaz de romper hasta el más
duro de los tímpanos; y entraron a la casa un par de muletas que
dieron de lleno en la estantería en la que Flubert atesoraba su
preciosa vajilla, haciéndola pedazos. —Eso es para que sepas,
viejo mojón, que si te metes con mis chicos también lo haces con
Tita Pascualli de Petrucci —aulló la esposa de Pico.
Los ojos
de Flubert, abiertos y a punto de salírseles de las órbitas, no
daban crédito a lo que veían.
Un grueso
tomo cayó al suelo y dejó ver el revuelto de plumas en el que se
había convertido el búho, que salió tambaleando de entre un montón
de libros.
Flubert lo
miró, y señalando a la ventana con una mano temblorosa, murmuró
con un hilo de voz: “¿Grises?”.
—Muy
bien Flubert, tu ganas. ¡Pero que parezca un accidente! —dijo el
búho. La risa que se dibujó en la cara del viejo, le hizo temer lo
peor.
II
—¿Puedo
confiar en tu palabra entonces, Mu? ¿No dirás nada de todo esto a
los regentes, verdad?
—Absolutamente
nada. Los Altos Nigromantes no sabrán nada de esto.
—Tu has
visto como fue todo, Mu. Di más que sobradas muestras de paciencia,
pero...
—¿Por
qué te sigues disculpando? Te dije que no haré ninguna denuncia.
—Lo se.
Es que quiero tener la conciencia tranquila. La certeza de que hice
lo correcto.
—Hay que
reconocer que como nigromante has tenido un pasado bastante turbio.
Turbio y oscuro incluso hasta para tus colegas. Motivo por el que me
han asignado para vigilarte. Pero también he de admitir que has
cambiado bastante. En cierta forma te has redimido de tus pasadas
calamidades, así que dejemos este incidente de lado. Considerémoslo
una pequeña travesura —dijo el búho guiñando un ojo.
—Una
pequeña travesura... Si... creo que podríamos considerarlo una
pequeña travesura —murmuró ensimismado Flubert con una torcida
sonrisa y ojos chispeantes. —¿Más salame, Mu?
—No, no.
Quiero probar la morcilla. ¿Que tal sabe? —preguntó hambriento el
búho.
Flubert se
besó sonoramente la punta de los dedos.
—Bueno,
dame de ésa —señaló con un ala Mu—. No, la otra, la de
Pascualli. Las mujeres son mas tiernas.
Marcelo
C. Rodríguez - 2009
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