Un toque mágico
Esta historia iba a ser originalmente un relato de terror, pero, como verán, resultó algo muuuy diferente. 😉
Un toque mágico
En la mitología griega, las dríades
son las ninfas de los robles y de los árboles en general.
Recostado en la cama de su dormitorio, Víctor no apartaba la mirada
de las agujas del reloj que tenía en la pared de enfrente.
Coincidirían dentro poco en la tan anhelada medianoche. Y hambriento
esperaba ésa conjunción que le daría la libertad.
La mas veloz de las agujas alcanzó el ansiado número y la felicidad
se derramó por sus ojos, que inquietos recorrían toda la habitación
intentando adivinar por donde aparecería ésta vez su salvadora.
El júbilo trocó en angustia cuando la escurridiza agujita siguió
avanzando sin que nada sucediera. Su pulso se aceleró. Era en estos
momentos cuando más detestaba su condición. De haber podido, su
cabeza hubiera girado como la de los búhos, pero tuvo que quedarse
con las ganas y contentarse con revolear las pupilas como un poseso.
“¿Dónde estás? ¿Dónde estás?” se repetía una y otra vez.
—¡SACREBLEU!
El grito y la sorpresiva aparición de un rostro frente al suyo
descolgándose desde el techo casi le sacan el corazón por la boca.
Víctor no podía hablar, ni escribir. Su enfermedad no se lo
permitía. Pero si que podía hacerse entender con la mirada, y fue
con ella con la que fustigó a la dríade.
—¡UUUUUUUUUUUUUUUUUH! —ululó la preciosa mujercita entornando
los ojos y poniéndose una mano en la oreja remedando oír— ¡Pero
que cosas feas dices!
Víctor entrecerró los párpados y afiló la mirada.
—Si sabías que iba a aparecer. ¿No vengo haciéndolo todas las
noches desde hace un mes? —le reprochó.
El entornó los ojos aún más.
—Bueno, si… Puede que ésta vez mi aparición haya sido un poco
más sorpresiva que las anteriores. Pero, ¡¿no fue original?! No te
la esperabas, ¿eh? —le dijo la dríade y rompió en carcajadas.
Víctor pudo sentir el aroma a frutillas de su aliento, y el rostro
se le endulzó instantáneamente. Era imposible enojarse. Sus cejas
se arquearon levemente en un intento de sonrisa, lo máximo a lo que
podía aspirar. Para la dríade, fue una risotada en toda regla.
—Que lástima que no podamos llevarla, —dijo la dríade
sentándose en la silla de ruedas que había al costado de la cama—
se me ocurren miles de cosas para hacer con ella. ¿Te imaginas
lanzándonos por la pendiente que está en los campos de algodón
carmesí? ¡UUUUUUUUUH! —aulló centelleante— Sería, sería...
—dijo mientras el fulgor de su mirada aumentaba buscando la palabra
apropiada— ¡GLORIOOOOSO! —y apoyando las piernas contra una
cómoda, dio un empujón que la impulsó hasta el otro extremo del
cuarto, estrellándola contra la pared con gran alboroto.
Los ojos de Víctor expresaban terror y angustia. Los de la dríade,
también.
—¡¿Tus papás?! —farfulló.
Víctor miró hacia la puerta al sentir pasos en la escalera. Sus
pupilas se volvieron hacia la muchacha. Ella le devolvió una sonrisa
pícara que lo llenó de pavor. Rodó la silla hasta Víctor y le
puso el dedo índice sobre la frente, pero sin tocarlo.
—Uuuuuno... —comenzó a contar con irritante lentitud. Víctor la
miraba suplicante, la frente perlada de sudor.
—Doooooos…
—Treeeeeeees…
Los pasos llegaron al descanso y comenzaron a transitar el trecho de
escalones que los separaban de la habitación
—Tres y meeeedio…
—Cuatro y un poquiiiiiito…
—Ciiiiinco… —continuó traviesa.
El picaporte rechinó.
—¡Cincocasiseis! —susurró y lo tocó.
La madre de Víctor asomó la cabeza. Examinó el cuarto y las
ventanas. Todo estaba en orden. Se acercó a la cama y miró a su
hijo; dormía plácidamente. Lo besó y notó el sudor. Apartó un
poco el cubrecama pensando que tendría calor. Tras una ultima
mirada, abandonó la habitación.
En otro lado, en un lugar apartado de la realidad, un chico y una
chica corrían desbocados por un campo de algodón carmesí.
Y terminó la primavera.
Y comenzó el verano… y concluyó.
Y comenzó el otoño…
—¿Qué es este cuarto? —preguntó la dríade.
Víctor no respondió. Sus ojos estaban cerrados.
—¿Qué son estas cosas luminosas? ¿Qué haces con eso en la cara?
—preguntó la chica entre sorprendida y divertida señalando las
pantallas y la máscara que cubría el rostro de su amigo.
Víctor entreabrió los ojos. Su mirada turbia se aclaró un poco al
verla y sus cejas se enarcaron apenas.
—Vámonos ya, rápido —dijo la dríade, que por primera vez
estaba seria, y tocó al chico. No pasó nada.
—¡Hey!, Víctor. ¡¡Vamos!! —dijo, y ahora su rostro mostró
miedo.
Los ojos del chico se cerraron.
—¡No! —gritó la chica, y sus ojos ahora tenían lágrimas. Se
abalanzó sobre él y lo besó.
—Ariadna. ¿Dónde éstas? ¡Ariadna! —llamó Víctor, envuelto
en tinieblas. Ni siquiera sintió el sonido de su voz. Corrió hacia
la nada, lleno de terror. Se detuvo de golpe. Aspiró. ¿No era
aquello olor a frutillas?.
—¡¡SACREBLEU!!
Marcelo C. Rodríguez
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