KARMA
Mis acciones son las únicas y verdaderas pertenencias que tengo. No
puedo huir de las consecuencias de mis acciones. Ellas son el suelo en
el que me apoyo. (Thich Nhat Hanh)
I
Inició su rutina a las 5 de la mañana;
calentó café, limpió con el aliento sus anteojos, tomó el diario y se
ubicó en la mesita de la cocina. Lo que buscaba apareció destacado en la
tapa con gruesas letras negras; “LO FUSILARON AL SALIR DE SU CASA”.
“Muy bien” murmuró sonriendo y dando un
sorbo a la taza. Se acomodó los anteojos (un tic que confirmaba que
había encontrado “algo”) y siguió leyendo:
“Aproximadamente a las 9 de la mañana Cristian Benton, de 45 años, salía de su casa en Concordia 1388 para ir a su trabajo cuando fue interceptado por dos delincuentes que, a punta de pistola, quisieron obligarlo a ingresar al domicilio para robarle. Temiendo lo peor para su familia, Benton arrojó las llaves al techo de una casa vecina.
La actitud enfureció a los maleantes que le dispararon cuatros tiros a
quemarropa, para huir luego en sendas motos que los esperaban en la
esquina”.
Sorbió otro poco de café.
“Al oír las detonaciones y los gritos de dolor, la esposa y el hijo mayor de la víctima salieron de la casa, y encontraron a Cristian tirado en un charco de sangre. El hombre pudo relatar brevemente lo ocurrido antes de desmayarse. Su hijo llamó al servicio de emergencias que llegó a los pocos minutos y pudo brindarle los primero auxilios para luego trasladarlo al sanatorio, donde se encuentra en cuidados intensivos luchando por su vida.”
Dejó el diario a un lado y sacó una libretita negra del bolsillo delantero de la camisa, donde garabateó en lápiz: 7 de agosto. 9hs. aprox. Concordia 1388.
Volvió a guardarla en el bolsillo y se estiró despatarrándose en la
silla hasta hacer crujir cada una de sus articulaciones. Vació la taza y
se recostó en un sofá que tenía en un rincón. Tras una serie de
profundas y acompasadas respiraciones entró en una especie de letargo
similar al sueño. Minutos después, su pecho comenzó a moverse de forma
violenta e irregular; su boca, a abrirse y cerrarse con brusquedad. Se
mantuvo así por varios minutos, luego, cesó todo movimiento. Sus
párpados cerrados se abrieron para mostrar los ojos en blanco mientras
su cuerpo comenzó a desvanecerse.
II
Era una aparición en medio de una calle
poco transitada. Buscó resguardo tras un árbol y miró su reloj, marcaba
las 6:34; el de la catedral, las 8:15. Asintió conforme mientras
sincronizaba un segundo reloj en su muñeca derecha con el de la
catedral. Sacó después la libretita para refrescar su memoria: 7 de agosto. 9hs. aprox. Concordia 1388. Un
letrero le informaba que estaba en Los Naranjos al 1000. “Bien, bien”
se dijo y apretó el paso hacia su destino, a unas cuatro cuadras. No se
topó con nadie en el camino, y de haberlo hecho, el oportuno observador
tan solo habría notado una alteración en el aire que bien podría haber
achacado a alguna aberración de la vista. Alguien más supersticioso
seguramente abría asegurado ver un fantasma. Aún así le gustaba tomar
recaudos y procuraba pasar lo más desapercibido posible.
Llegó a la altura del 1200 de Concordia.
Desde allí podía ver la casa de los Benton, con sus rejas verdes y
jazmines, igual que en la foto del diario. Miró al otro extremo de la
calle y una destartalada camioneta de mudanzas se acercaba como un
chirriante caracol, largando por su escape un espeso humo negro que lo
inundaba todo. Su segundo reloj marcaba las 8:23.
La penumbra de un frondoso paraíso lo
cobijó en su espera, mientras intentaba, en vano, oler el humo de la
camioneta que ya estaba a la altura de los Benton. Sabía que al olfato
le estaban vedados los olores de otros tiempos, pero aún así el tenía la
manía de intentarlo.
A las 8:46 sintió el ruido de las motos.
Salió a la luz con un rictus que marcaba un aumento en su concentración.
Había dejado de ser una sombra difusa para volverse casi una figura
tangible. Solo una mirada perspicaz habría notado una sutil etereidad.
El cuerpo tendido en el sofá, en cambio, era casi invisible.
Cuando las motos estuvieron a su alcance
las encaró. Miró fijamente a sus ocupantes. El tiempo pareció detenerse.
Clavó la mirada en los rostros corruptos y les envió un mensaje claro:
¡NO!
Los ojos turbios lo captaron, pudo
percibirlo; pero se mofaron. No con gestos o burlas, no. Eran sus almas
descompuestas las que se reían de aquella admonición. Todo transcurrió
en apenas un segundo y las motos pasaron a su lado ignorándolo. Solo uno
se volvió para mirarlo, y por una milésima de segundo, pareció mostrar
algo parecido a la comprensión. Pero fue como el destello de una
luciérnaga moribunda en las tinieblas de un bosque arrasado; se
extinguió pronto.
El cuerpo del sofá cobraba solidez y el
otro, más difuso, corría tras las motos. Vio a Cristian Benton salir de
su casa. Las vehículos redujeron su marcha y de cada uno bajó un hombre,
luego aceleraron y se apostaron en la esquina. Vio el temor en la cara
de Benton, y el nerviosismo en la de los delincuentes, mientras lo
apuntaban con sus armas. Llegó a la escena en que Benton arrojaba las
llaves, y los delincuentes, enfurecidos, disparaban.
Los que esperaban en la esquina quedaron
desconcertados. Sus compañeros se retorcían agonizantes en el suelo. No
lo comprendían. Miraron a uno y otro lado en busca del vengador, pero no
lo encontraron. El desconcierto mutó en desesperación y tiraron
despechados.
Uno se desplomó con el cráneo agujereado
por su propia bala y el otro cayo de rodillas aferrándose el pecho
mientras la sangre le escurría entre los dedos; era el que se había
vuelto momentos antes, el que había parecido entender. Sus ojos
desorbitados buscaban una respuesta y vieron, horrorizados, a una
silueta fantasmal aproximarse. Percibió a través de ella a una mujer y a
un muchacho salir de la casa que pretendían asaltar para abrazarse a un
hombre que debería estar muerto. Incrédulo, miró al fantasma que ahora
parecía más sólido y lo reconoció. Y comprendió. “Te lo advertí”, le
susurró la figura, y señalando la herida le dijo “Fue tu propia bala. Te
condenaste en el mismo momento en que apretaste el gatillo. Lo siento”.
Antes de desmayarse, el delincuente notó que el fantasma le torcía una
sonrisa salvaje.
III
El reloj marcaba las 4:35. “Muy temprano”,
pensó. Sintió el golpe del diario contra la puerta y decidió levantarse.
No tenía sueño. Hoy comenzaría antes su rutina. Se puso la bata, las
pantuflas, y abrió la puerta de calle. Un frío viento lo hizo tiritar.
Alcanzó a percibir la lucecita trasera de la bicicleta del diarero
alejarse. Recogió el periódico y de reojo unas letras particularmente
grandes y rojas atrajeron su atención. Desplegó la tapa y leyó: “La Ballena Azul está extinta. Barcos balleneros dieron cuenta de los últimos ejemplares de esta especie”.
Miró al cielo y una luna llena
particularmente brillante lo hizo parpadear. Entornó los ojos y aspiró
profundamente; sintió olor a algas y gaviotas. Se acomodó los lentes y
entró sonriente a su casa.
Marcelo C. Rodríguez
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